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Derrida y Deguy. Combates contra la ceguera moral

DOMINGO FERNÀNDEZ AGIS
Articolo pubblicato nella sezione Tra le righe

Entre los fondos del Archivo Derrida conservados en el IMEC, se encuentra el dossier que Deguy envía a Derrida, a propósito de su desencuentro con Claude Lanzmann, en relación a la política que frente a los palestinos mantiene desde hace años el Estado de Israel. Nos muestran estos documentos que Deguy defiende los derechos del pueblo palestino, sin negar jamás el derecho de Israel a existir, una posición análoga a la sostenida en este punto por Derrida, quien siempre apostó por el diálogo entre las dos comunidades. El asunto es relevante, no sólo por su penosa actualidad, sino por lo que puede suponer en la comprensión de las relaciones entre dos grandes referentes intelectuales de nuestra época, como siguen siendo Michel Deguy y Jacques Derrida. La presente intervención se divide en dos partes, en la primera se analiza la polémica de Deguy con Lanzmann, mientras que en la segunda me adentro en el trasfondo filosófico de esa discusión, evocando uno de los recorridos que Jacques Derrida hizo por el problema de fondo, en su seminario “Theologico-politique”: “Nationalité et nationalismes philosophiques”.


I.

Parece claro que a Deguy le interesaba que Derrida conociese de primera mano lo sucedido, con objeto de evitar que se formase una opinión equivocada al respecto, al conocer tan sólo la versión de Lanzmann. También es importante poner de relieve que en su carta a Derrida sugiera a éste que utilice su ascendiente sobre Lanzmann para calmar las cosas, puesto que este asunto estaba teniendo ya un peso considerable en los círculos intelectuales franceses.
El artículo-entrevista a Lanzmann se publicó en la revista Les temps modernes. En esa época, éste era director de esa prestigiosa revista, fundada por Jean Paul Sartre en 1945. En la actualidad, Lanzmann sigue dirigiendo esta publicación.
La pregunta que de forma inevitable surge al leer la carta de Deguy a Derrida es: ¿hasta qué punto temía Deguy que su polémica con Lanzmann pudiera perjudicar sus relaciones con Derrida y con otros intelectuales de origen judío?
En cuanto a las posibilidades de que su amigo sintonizara bien con sus inquietudes, tan sólo podemos aseverar que Derrida nunca dejó de defender, como decíamos hace un momento, el derecho a la vida y la convivencia pacífica entre palestinos y judíos. Lo planteó, incluso, como una exigencia moral impuesta a todos por la turbulenta historia del siglo XX.
Las cosas no siempre habían ido mal entre Deguy y Lanzmann, todo lo contrario. Con anterioridad Michel Deguy había publicado un vibrante texto, verdadero poema en prosa, comentando la película-documental de Lanzmann, Shoah (Deguy 1990, 23 y ss.). Como es sabido, esa película es una obra de gran valor cinematográfico e histórico, además de un excelente tributo a la memoria de las víctimas judías del nazismo. El título que Deguy dio a su contribución personal al libro dedicado a Shoah (Deguy fue además uno de los principales impulsores del proyecto de esa obra colectiva), “Une oeuvre après Auschwitz”, tras ser transformado mediante una ligera paráfrasis -“Que peut-être une oeuvre après Auschwitz”-, sirvió como epígrafe común a las intervenciones del propio Lanzmann, Derrida y Nancy en el “Colloque international sur l’oeuvre de Michel Deguy”, organizado por la ENS en junio de 1995. Todo esto es buena muestra de la sintonía intelectual y los lazos de amistad que existían entre ellos. Sin embargo, las circunstancias históricas posteriores, así como las divergencias surgidas en cuanto a la interpretación de las mismas desde parámetros éticos, acabarán abriendo una brecha profunda entre Lanzmann y Deguy.
Una idea sobre el interés que el trasfondo filosófico del asunto que vamos a abordar tiene para ellos, nos la puede proporcionar una carta sin fechar, enviada por Derrida a Deguy. En ella habla el filósofo deconstruccionista de su empeño en estudiar las fuentes judaicas del pensamiento de Lévinas, quien durante la segunda mitad de su vida fue uno de sus grandes referentes intelectuales. Señala que “el verdadero maestro de Lévinas” es Rosenzweig. Añadiendo el comentario, “del que él habla tan poco”, que tiene algo de reproche (IMEC – Archives, Fonds Deguy, DGY 26.7). Derrida tenía un gran interés en rastrear esas fuentes y contrastar su peso relativo con el que, a su juicio, deberían tener en el pensamiento contemporáneo (Karmy, 2015, 105-106). La relación entre vida, lenguaje y memoria constituye una de sus preocupaciones centrales y, en ese sentido, autores como Rosenzweig fueron para él una valiosa fuente de información. Esto le ha llevado a una permanente confrontación intelectual con el problema de la muerte, conducida en buena medida a través de su lectura crítica de la obra de Martin Heidegger.
Sobre este asunto, los trabajos de Deguy nos proporcionan un interesante punto de inflexión. Así, en “Lexique d’amitié”, Jude Stefan nos ofrece una definición de la muerte, partiendo de algunas de las consideraciones que Deguy ha hecho al respecto. Dice que “en esta grave meditación que define À ce qui n’en finit pas, resulta finalmente apropiada esta verdad: que nosotros no tenemos nada que hacer con la Muerte, en este sentido, ‘no estamos hechos para morir’, sino que somos inmortales en la inmanencia, ‘o más bien no mortales” (Stefan 1996,15).
Por su parte, Lanzmann ha hablado reiteradamente del valor infinito que los judíos conceden a la vida, tras la experiencia de la Shoah. Pero, ni en la época de su polémica con Deguy ni ahora, se ha preocupado de ocultar algo que resulta evidente para cualquiera que lea sus polémicos escritos sobre el conflicto palestino-israelí: que las vidas merecedoras de esa valoración infinita son para él las vidas judías. En efecto, se desprende del citado artículo y de otro de reciente publicación, que las demás vidas tienen un valor relativo, poseen más o menos valor, en función de la afinidad de los individuos concernidos con los intereses de Israel.
Claude Lanzmann envió una carta a Michel Deguy, el 8 de febrero de 2001, adjuntando el texto integral de su artículo-entrevista que estaba próximo a aparecer en Les Temps Modernes. Aproximadamente un tercio de este texto se había publicado ya en “Le Monde”, suscitando la indignación de muchos lectores por su apoyo incondicional a la política atentatoria contra los Derechos Humanos del Estado de Israel, en su permanente confrontación con los palestinos. El contexto en el que este episodio se desarrolla es el de la Segunda Intifada, con toda su secuela de abusos y atrocidades. El 9 de febrero, Michel Deguy remitió una durísima carta de respuesta a Lanzmann. El tono de esta misiva nos da una idea del rechazo que sentía hacia las tesis expresadas por el célebre director. Baste recordar el inicio de la misma, en el que le dice que “su artículo no es malo (no digo ‘me parece’) sino detestable” (Deguy 2001).
Como podemos leer en la carta de Lanzmann a Deguy, el punto central de la discusión es el apoyo incondicional del primero al Estado de Israel y su negación rotunda a condenar la cruel política que éste realiza frente a los palestinos. Quizá uno de los pasajes cruciales de ese escrito sea aquel en el que Lanzmann le dice a Deguy: “tú ves Israel como una super-potencia, por mi parte soy sensible a la debilidad y la precariedad existencial de este país” (Deguy 2001).
El texto completo de Lanzmann expone con mayor amplitud sus opiniones sobre el conflicto entre israelíes y palestinos, recogidas por Liliane Kandel y Michel Kail, el 21 de enero de 2001. Les Temps Modernes -en cuyo consejo de redacción figuraba Deguy y de la que, como decíamos, Lanzmann era ya director-, lo publicó en forma de artículo. Como ya se ha mencionado, este escrito tiene como presupuesto básico la defensa a ultranza de la política de Israel. Como es habitual en las tomas de posición de Lanzmann con respecto a estos asuntos, en su interpretación se hace prevalecer lo político sobre lo religioso (Haddad 2010, 68), pero no por ello se deja de buscar una justificación ética a la política. Así, Lanzmann justifica los actos crueles perpetrados por el ejército israelí, en particular en los territorios ocupados, utilizando el consabido recurso de imputar la responsabilidad de los mismos a los palestinos. De esta forma, en lugar de ser víctimas de las fuerzas militares israelíes, pasan a ser víctimas de su obcecación política.
Es importante insistir en un detalle: que Deguy envíe todo este dossier a Derrida, con objeto de dejar clara su posición. Le escribe, el 16 de febrero, diciéndole que “el asunto comienza a pesar (no solamente sobre mí) y tú tienes una muy fuerte influencia sobre Lanzmann”. De igual modo, le ofrece una “cronología” de los episodios anteriores en los que se ha visto obligado a confrontar sus puntos de vista con los de Lanzmann, dejando claro así que el origen de la disputa no está en una reacción exaltada y momentánea, sino que la confrontación se remonta tiempo atrás.
También se explicita la posición de Deguy sobre la política de Israel, pues podemos colegir que defiende la existencia de dos Estados y el respeto a los Derechos Humanos por parte de ambos contendientes (Deguy 2001). Con respecto a las acciones de Israel contra la población palestina, las considera como consecuencia de la voluntad del gobierno israelí de avanzar en el objetivo de aplastamiento sistemático de los derechos civiles y políticos de los palestinos.
Por otra parte, en su respuesta a Claude Lanzmann, del 9 de febrero de 2001, Deguy le recuerda a aquel que, en efecto, ha escrito y mantiene (como le reprochaba Lanzmann en su carta del 8 de febrero) que “se puede tener a Israel por enemigo”. Es decir, que se puede uno oponer a la política de Israel sin caer por ello en un contrasentido moral, antes al contrario en muchas ocasiones. Cosa inadmisible para Lanzmann, quien considera que toda condena de Israel contiene ya una contradicción moral. Le reprocha además que su ‘entrevista’, no es en realidad tal, ya que en ella no hay discusión ni diálogo. Por otra parte, afirma que Lanzmann estaba presuponiendo el asentimiento de todo el Consejo de Redacción de Les Temps Modernes y que no soporta por ello que, un miembro tan relevante como Deguy, disienta.
Esta historia puede servirnos para contextualizar, desde el punto de vista intelectual, otros sucesos más recientes. En efecto, el 20 de agosto de 2014, en respuesta a la ofensiva del ejército israelí en Gaza, denominada “Margen protector”, que acabó cobrándose más de 2100 vidas entre la población palestina, más de dos tercios de ellos civiles indefensos, y 72 muertos entre los israelíes, la inmensa mayoría militares, Claude Lanzmann ha vuelto a publicar un combativo artículo en “Le Monde”. En él reitera la teoría del “intercambio desigual”, cuyo fondo no es otro que justificar que esos israelíes muertos valen mucho más, han de pesar más en nuestras consideraciones éticas, que las más de dos mil vidas que se han perdido en el otro lado.
El escrito lleva por título “’Quatre mousquetaires’ pro-Gaza en croisade contre Israël”, en referencia al artículo firmado por Rony Brauman, Régis Debray, Edgard Morin y Christiane Hessel, publicado asimismo en “Le Monde”, el 5 de agosto de 2014. Lanzmann califica ese texto como “partisan, menteur, sans courage et racoleur”, epítetos con los que pretende descalificar un escrito que en realidad no tiene otra base que la denuncia de la opresión y la injusticia, ni otro objetivo que la apelación al respeto de los Derechos Humanos.
Lanzmann, basándose en “la relación única entre el judaísmo y la vida que, precisamente después de la Shoah, no ha dejado de crecer y profundizarse” (Lanzmann 2014), defiende el derecho de los israelíes a actuar como han actuado. Todo esto, en nombre del derecho a la autodefensa y bajo el estandarte de esa relación “única” entre judaísmo y vida.
El texto de Lanzmann es una prueba evidente de las equivocidades que suscita su posición, pues es un claro ejemplo de la ética particularista que lo inspira, cuyos principios no son aplicables a la humanidad en su conjunto pues tan sólo valen para el pueblo elegido. En última instancia, para él, sólo los derechos de los israelíes cuentan, pues la Shoah exige una reparación infinita. En consecuencia, el proceso de reparación nunca podrá tener fin. En ese sentido, como ya he apuntado, sólo esas vidas merecen ser tomadas en consideración, pues la Shoah ha hecho que cada una de ellas sea infinitamente más valiosa que la de cualquier otro ser humano. Así pues, cuenta cada una de las vidas de los israelíes, civiles o militares, pero carecen de importancia las vidas de los palestinos. Que sean terroristas o no, es secundario. Tomando como premisa que todos ellos son enemigos de Israel, pueden ser atacados sin titubear, ya sean combatientes de Hamas o escudos humanos. En conclusión, Israel, el Estado protector de los judíos, su tabla de salvación ante cualquier contingencia histórica, está legitimado para aplastar sin dudarlo un instante a cualquiera que lo amenace.
No es difícil convenir en que esas consideraciones contravienen la concepción moderna de la justicia y adolecen de una manifiesta parcialidad. Como ha señalado Jean-Cassien Billier, las acciones bélicas de Israel en Gaza desarrolladas durante el pasado verano constituyen un crimen moral, ya que están muy lejos de poder ser amparadas bajo los criterios que permiten hablar de una guerra justa. En efecto, no se dan en este caso ni el requisito de justa causa, ni el de intención recta, ni el de proporcionalidad, ni tampoco el de posibilidad razonable de éxito. Las especificidades del caso llevarían a la misma conclusión a cualquiera que, libre de prejuicios, se detuviese a pensar en ello (Billier 2014).
A despecho de esto, desde una perspectiva como la de Lanzmann, todo cambia, al otorgarse una consideración prioritaria a los dos parámetros antes mencionados: el valor infinito de toda vida judía y la amenaza a la supervivencia del Estado de Israel. No obstante, en lo que se refiere al primero de ellos, se trata de una afirmación a la que no puede concedérsele valor desde un punto de vista ético, si no se universaliza extendiendo su ámbito de aplicación a la humanidad en su conjunto. En efecto, es el valor de la vida humana, de toda vida humana, lo que merece ser calibrado desde la perspectiva de la infinitud. Por lo que respecta al segundo de los parámetros considerados, es difícil pensar que las acciones de Hamas suponen un peligro para la supervivencia del Estado de Israel. Es cierto que Hamas no hace más daño en Israel porque no puede, pero no puede porque tiene en frente la eficaz maquinaria de vigilancia, control y represión de un Estado que nunca podrá ser derribado por un grupo de extremistas. Huelga decir que, como cualquier otro, el Estado de Israel tiene la obligación de proteger las vidas de sus ciudadanos. Pero, en esta peculiar guerra, ese deber se ha utilizado como pretexto para perpetrar una masacre indiscriminada.
Los autores de los asesinatos de los tres jóvenes israelíes, Guilad Shaer, Naftalí Frenkel y Eyal Yifrach, el 12 de junio de 2014, cuya muerte fue utilizada como pretexto para emprender la guerra, fueron al parecer tres individuos. Uno de ellos fue detenido al inicio de las hostilidades, los otros dos encontraron la muerte en Cisjordania el pasado 21 de septiembre, al enfrentarse a los soldados israelíes que iban a detenerlos. Si se quería hacer justicia, como las propias fuerzas de seguridad israelíes han demostrado con su eficiente y expeditivo proceder, el camino no era bombardear a la población gazatí que vive apiñada en una cárcel a cielo abierto.
En suma, el profundo dogmatismo de Lanzmann le lleva a adoptar posiciones indefendibles e inaceptables, como bien ha expuesto Ivan Segré en su artículo “Le judaïsme de Claude Lanzmann?”(Segré 2014). Por lo tanto, sobraban razones a Deguy para indignarse frente a su olvido de las consideraciones éticas esenciales, sin que esto suponga animadversión hacia Israel, antes al contrario, pues bien sabemos que nada sólido puede edificarse sobre la injusticia.


II.

Adentrémonos ahora en el trasfondo filosófico de esa discusión, evocando uno de los recorridos que Jacques Derrida ha hecho por el asunto que hoy nos ocupa (Mandel 2006, 127 y ss.). En su seminario sobre “Nacionalidades y nacionalismos filosóficos” (Derrida, 1986), hace referencia a un pasaje del Tratado teológico-político de Spinoza, en el que éste alude a las opiniones del historiador y político romano Cornelio Tácito, a propósito de la religiosidad de los hebreos. Se trata de dos fragmentos del capítulo XVII de la obra de Spinoza. En el segundo de ellos, se recoge un párrafo del libro II de la Historia de Tácito, en el que éste habla del peso de las supersticiones de origen religioso entre los hebreos y las dificultades que esto suponía para la pacificación de los mismos y su integración en el Imperio Romano (Spinoza 1966, 90). Frente a las opiniones de Tácito, Spinoza destaca el papel de la religión como factor de unidad, así como el valor cohesionador que daba al Estado hebreo de la época el hecho de ser fruto de peculiar pacto social, por medio del cual los ciudadanos renunciaban a su libertad al delegar su poder en Dios (Spinoza 1966, 90 y ss.).
Sin embargo, como nos recuerda Derrida en el texto que escribió para impartir su seminario, ese Dios estaba sediento de venganza, era un Dios vengador. Por eso él se preguntaba en qué medida puede ser el deseo de venganza lo que está a la base de la creación del Estado-Nación.
Por su parte Spinoza dice que “el amor de los hebreos para su patria no era simple amor, sino piedad que, al mismo tiempo que su odio a las demás naciones, de tal modo crecía y se alentaba con el culto cotidiano, que vino a formar parte de su propia naturaleza” (Spinoza 1966, 89).
Derrida se preguntó en las sesiones de su Seminario acerca del significado del concepto de venganza y, en particular, sobre cómo puede entenderse la “venganza de Dios” y si ésta es posible (Derrida 1986). Al hilo de ello, analizó la cuestión del sacrificio, para lo cual se detuvo a estudiar la relación entre Gershom Scholem y Franz Rosenzweig, tomando como punto de partida una carta del primero al segundo, escrita desde Palestina en diciembre de 1926. El texto completo de la carta, así como buena parte del análisis que Derrida realizó, fueron publicados bajo el título de “Les yeux de la langue” (Derrida 2004, 473 y ss.). No obstante, seguiré aquí, al menos al principio, el contenido del dossier con los materiales del curso, conservado en el IMEC. Sabemos por él que, en la sesión 5ª de su seminario, Derrida se detuvo a analizar el sentido de la expresión “nuestros niños” en la citada carta. Se trata de una alusión a nuestros herederos y a la responsabilidad que debemos asumir frente a ellos. A continuación, pone en relación esa referencia a los niños, a los hijos, con otra alusión de Scholem referida a “nuestra generación”, que sirve a éste para cuestionar la relación de los judíos que vivían entonces en Palestina con su lengua original y su cultura. Derrida cree que hay que interpretar todo ello en un contexto “para-cabalístico”, pues él detecta que uno de los presupuestos del discurso de Scholem es que el hebreo debe quedar vinculado a su función originaria, que había sido actuar como vehículo de expresión para la voz de Dios. Frente a ello, el propio Scholem hace referencia a la transformación que está experimentando la lengua, por el contacto con el árabe, así como por la necesidad de responder desde ella a las exigencias de la cotidianeidad. El sustrato espiritual de la lengua se estaría contaminando o se encontraría en vías de desaparición, aunque Scholem pensaba que nunca lo haría del todo y que, en el momento menos esperado, volvería a renacer.
En cierta manera Scholem está en la misma línea de Derrida cuando éste se refiere a la teología implícita en la lengua y a la necesidad de “secularizarla”. Gershon Scholem habla, en la carta que Derrida analiza, del peligro de que el sionismo fracase y los hebreos se vean confundidos con los árabes. Emplea la expresión “nación árabe” al hacer alusión a tal “peligro”. Añade a ello los riesgos derivados de la no renovación de la lengua hebrea y también de los que se provienen de su transformación (Derrida 2004, 473). Habla, en ese contexto, de los que creen haber “secularizado” la lengua hebrea, señalando que eso es sólo una forma de hablar, pues no es posible “vaciar” una lengua del sentido que portan sus palabras. Así, en esa lengua “espectral” que es el hebreo en la época en que él escribe su carta a Rosenzweig, parece que se esté olvidando el sustrato místico cuando, en realidad, éste sigue hablando desde el interior mismo de “lo sagrado”. Desde esa perspectiva la función nominativa remite a un poder esencial, que se manifiesta en que “la lengua es nombre. Es en el nombre donde se hunde la potencia del lenguaje, es en él donde se sella el abismo que encierra” (Derrida 2004, 473).
Al respecto, señala Derrida que “esta carta fue escrita mucho antes del nacimiento del Estado de Israel, en diciembre de 1926, pero su asunto principal, a saber, la secularización de la lengua, era ya algo que se planteaba de forma sistemática desde el inicio del siglo en Palestina” (Derrida 2004, 474). Comenta los ecos espectrales que traen las palabras de Scholem, cargadas de advertencias apocalípticas que éste vincula al proceso de secularización de la lengua y sus consiguientes riesgos. Como él mismo recuerda, para Rosenzweig, el sionismo es “una forma laica del mesianismo”, que intenta por sí mismo “normalizar” y “por tanto también secularizar, el judaísmo” (Derrida 2004, 475).
Sin duda Derrida escogió bien el documento sobre el que se apoyó al iniciar su seminario, pues además de ser valioso en sí mismo, el texto permite indagar en el intercambio de pareceres entre Rosenzweig y Scholem a propósito de los objetivos del sionismo. Scholem escribe su carta en Jerusalem, donde se había establecido tres años antes, pues pensaba que la revitalización del sionismo pasaba por el retorno a Palestina de los judíos de la diáspora. Sin embargo, para Rosenzweig parece tener más importancia el fortalecimiento general de la cultura judía. Pese a lo cual, según Derrida, también reprochaba al sionismo la pérdida de la sacralidad de la lengua hebrea y la aceptación acrítica del proceso de secularización. En concreto lamentaba la “secularización del mesianismo judío” (Derrida 2004, 475).
Para él, detrás de ese proceso hay una profanación de la sacralidad mesiánica. En este contexto, Derrida habla de la “venganza” que se inscribe en el retorno de lo sagrado, en el reproche de lo sagrado frente a la secularización “político-lingüística” (Derrida 2004, 476). Por su parte, Scholem llama a ponerse en guardia frente a lo que le estaba sucediendo al hebreo por influencia de la cultura árabe. A su vez, Rosenzweig pensaba en la importancia de mantener el carácter sagrado de la lengua y la tradición por encima de todo. Para él, “un abismo” se estaba abriendo entonces frente al sionismo. También parece pensar así Scholem, pues utiliza esa misma apocalíptica expresión en su carta.
Derrida subraya el carácter críptico, secreto, del mensaje mesiánico (Derrida 2004, 481). Alude al mismo tiempo al trabajo de “resurrección” de la lengua hebrea, que habían emprendido intelectuales como Rosenzweig y estaban realizando en el momento histórico aludido otros como Scholem. Todos ellos creían haber descubierto en el interior de esa lengua un poder, que remite a su vinculación con la historia cabalística y que la secularización pone en peligro (Derrida 2004, 484). Por tanto, de una parte tendríamos la relación de la lengua con lo sagrado, con la palabra de Dios, y por otra la necesidad de utilizar esa lengua en lo cotidiano, con las consecuencias que tanta desazón producían a Scholem. Aparece planeando sobre este discurso la fantasmática presencia de lo religioso, pero también lo hace el fantasma de una tecnificación diabolizada. La advertencia que lanza Scholem se resume en que llegará un día en el que la lengua se revolverá, agresiva y convulsa, contra aquellos que la hablan (Derrida 2004, 485).
Derrida reconoce su deuda con el trabajo de Stéphane Moses, “Langage et sécularisation chez Gershom Scholem” (Moses 1985). En este trabajo, Moses analiza la contraposición en Scholem entre el uso mágico y el uso cotidiano de la lengua, que apartaría a ésta de su papel como recurso cabalístico. Toda la sociedad acabaría dando la espalda, ignorando esas virtualidades mágicas que, sin embargo, seguirían existiendo, subyaciendo en la lengua (Moses 1985, 85). Pero un día esos contenidos religiosos volverían a hacerse presentes, a pesar de haber sido ignorados por los hablantes de la lengua (Derrida 2004, 492). Para Moses, el riesgo que Scholem estaría presintiendo es el retorno incontrolado y anárquico de lo sagrado (Moses 1985, 92), que había permanecido latente en el interior de la lengua hebrea, mientras ésta era sometida a un proceso forzado de secularización (Derrida 2004, 493).
Un pasaje que Derrida recoge del artículo de Moses tiene una importancia crucial (Derrida 2004, 493). En efecto, para él, “decir que la Torah es un texto divino significa que está infinitamente abierta a la interpretación” (Moses 1985, 93). Se apelaría de esta forma al antidogmatismo, pues ninguna interpretación podría alzarse como la única legítima. En líneas generales, la aplicación de esta tesis daría lugar a una visión abierta de la religión. Por ello el planteamiento que hace Moses resulta tan sugerente, aunque no pueda ser considerado una originalidad suya, ya que en la práctica vemos cómo se va produciendo esa incesante sucesión de interpretaciones. Él mismo hace referencia, al final de su artículo, a un pasaje del texto que Gershom Scholem escribe en 1970, titulado “El nombre de Dios o la teoría del lenguaje en la Cábala” (Scholem 1983), que incide sobre esa misma idea (Moses 1985, 95). Aun así, no se elimina con ello la importancia que tiene traerlo explícitamente a la luz siempre que haya una ocasión propicia para hacerlo.
Derrida, fiel a su estilo, prefiere sugerir antes que afirmar con rotundidad. Parece estar por momentos seducido por la relación entre la lengua y lo sagrado pero, al mismo tiempo, es consciente de los peligros que conlleva este juego. A la posibilidad de la “venganza” que supondría el retorno de lo sagrado habría que añadir, a mi juicio, la mucho más certera posibilidad del dogmatismo y la cerrazón, con todos los riesgos que ésta conlleva. Como hemos vuelto a comprobar el pasado verano, el precio social y político de esos coqueteos con lo absoluto es muy grande. Se paga muchas veces en sangre, pues quien así se cree asistido por Dios considera que no tiene que dar cuenta de sus acciones a la humanidad. Por decirlo con la brevedad que una comunicación de la naturaleza de la presente exige, la legitimación de la violencia política es un resultado incontestable de esa atribución a la lengua, ya sea ésta el hebreo, el árabe o cualquier otra, de una conexión privilegiada con lo sagrado. Frente a ello, frente al dolor que el fanatismo acaba siempre generando podemos pensar que, como ha afirmado Michel Deguy, “para la conciencia, se ha acabado el tiempo del mundo; necesita inventar un nuevo espacio, batirse en profundidad en el interior de sí misma” (Deguy 1964, 80).


Bibliografìa

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